El Jubileo en la Bíblia

El origen de los años jubilares lo encontramos en la Biblia, concretamente en el Antiguo Testamento, donde encontramos que la ley de Moisés determinaba la celebración de un año especial: «Declararéis santo el año cincuenta y promulgaréis por el país la liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo: cada uno recobrará su propiedad y retornará a su familia. El año cincuenta será para vosotros año jubilar: no sembraréis, ni segaréis los rebrotes, ni vendimiaréis las cepas no cultivadas. Porque es el año jubilar, que será sagrado para vosotros» (Lev 25,10-12).
La celebración de este año jubilar para el pueblo de Israel, que se debía de celebrar cada cincuenta años, comportaba la remisión de las deudas, la recuperación de las propiedades perdidas, la restitución de las tierras a sus antiguos propietarios y la liberación de los esclavos, entre otras cosas.
La palabra Jubileo deriva del nombre de la trompeta con que se anunciaba públicamente el comienzo de este año especial, que era un cuerno de carnero, yobel en hebreo.
Era por tanto un año de alegría y de liberación, una oportunidad para comenzar de nuevo, gracias a la misericordia del Señor que una vez más se presentaba como Dios providente que siempre acompaña y cuida de su pueblo.
Pero, en el Nuevo Testamento, aparece Jesús como Aquel en el que se cumple en plenitud el Jubileo del pueblo de Israel: Cristo mismo es esa misericordia, ese perdón y ese amor que el Jubileo antiguo anunciaba, por ello, en Él se cumple ese año de gracia como encontramos en el Evangelio de Lucas (Lc 4,16-21), en el pasaje de la sinagoga de Nazaret, en el que Cristo anuncia el cumplimiento de lo anunciado por el profeta Isaías (Is 61,1-2).
Por la encarnación, la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, en el mundo, hace que todo tiempo sea tiempo de gracia, tiempo de cercanía de Dios misericordioso, siempre dispuesto al perdón para demostrarnos así su infinito amor por cada uno de nosotros. Todos los gestos de Cristo, sus palabras, sus milagros, transparentan y hacen realidad esa gracia anunciada en los años jubilares por los profetas del Antiguo Testamento.
Y después de su muerte, resurrección y ascensión al cielo, el don del Espíritu Santo recibido en Pentecostés que inaugura el tiempo de la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, hacen que sea ésta la depositaria de esa gracia divina que continúa recordándonos que Dios no se olvida jamás de sus hijos.